Café, Madera y el Legado de Marco Antonio González Solórzano
En el corazón de las tierras fértiles de Diriamba, en el departamento de Carazo, Nicaragua, se erige el legado de un hombre cuya visión transformó no solo paisajes, sino también vidas: mi abuelo, Marco Antonio González Solórzano.
Nacido en una época donde el café era más valioso que el oro, mi abuelo dedicó su vida a cultivar y procesar las variedades más exquisitas: Robusta, Arábica y su favorita, Borboun, una planta de palo alto, rendidor y tan robusta como los cedros del Líbano. No solo lideró el comercio del café hacia Europa, sino que también supo mirar más allá de los granos y el aroma, reconociendo la riqueza escondida en los vastos bosques tropicales que daban sombra a sus cafetales.
Allí, en medio del verde eterno, nació su taller de carpintería, un espacio donde la madera cobraba vida en manos de artesanos y ebanistas traídos desde Europa, quienes huían de las guerras de su tiempo. Cada tabla, cada mueble, era una obra de arte, tallada con precisión y pasión, destinada a embellecer los hogares de sus hijos y a dejar un legado imborrable en la historia familiar.
Para mí, como su nieto, esos días en el taller fueron mi escuela. Bajo su guía, aprendí a ver en la madera y el café no solo materias primas, sino vehículos para transformar sueños en realidades. Mi abuelo me susurraba: "Vos vas a ser grande, Lolito, lo veo y lo siento." Esas palabras se quedaron grabadas en mi alma, guiando cada uno de mis pasos.
Hoy, ese legado vive en mí. Cada proyecto, cada poema y cada idea son una extensión de esa semilla que mi abuelo plantó. Su visión sigue inspirando no solo a nuestra familia, sino también a todos aquellos que entienden que la grandeza no está en acumular riquezas, sino en transformar el mundo con lo que hacemos.